A diferencia de otras familias, las grosulariáceas tienen su origen en Europa, lo que define sus características y necesidades de sanidad vegetal.

No cabe ninguna duda de que, a la hora de definir las distintas familias de cultivos que componen hoy en día nuestra agricultura, hay que partir de la idea de que la práctica totalidad de las especies vegetales que actualmente produce de forma habitual nuestro sector agrícola, y forman parte de nuestra alimentación o hábitos de consumo diarios, han sido objeto de un ‘proceso de domesticación’ por parte del ser humano, hasta alcanzar la apariencia y propiedades que presentan hoy en día.

En este sentido, podemos encontrar todavía especies que aún conservan este marcado carácter silvestre, como son las oleáceas, en el caso concreto del acebuche, las juglandáceas, las ericáceas o la familia sobre la que hoy queremos profundizar en este espacio, las grosulariáceas.

Las grosulariáceas se caracterizan por ser especies vegetales que se desarrollan principalmente de forma arbustiva y espinosa que no suelen superar los dos metros de altura, y que a nivel agrícola está asociado principalmente al cultivo de grosella roja y grosella negra.

A diferencia de otras familias de cultivos cuyo origen es mayormente tropical o subtropical, las grosulariáceas, y más concretamente las grosellas, son originarias del continente europeo, lo que sirve para explicar en gran medida sus características diferenciales frente a otras especies.

Así, la grosella destaca por ser un frutal marcadamente invernal, hasta el punto de que requiere de entornos con inviernos prolongados y fríos para su desarrollo óptimo, pudiendo llegar a soportar temperaturas inferiores a -20 °C, y siempre que esta climatología no implique la generación de heladas tardías que afecten a su etapa de floración.

En consecuencia, se trata de un cultivo que, aunque agradezca la presencia de sol, resultará mucho más productivo si se le aporta un espacio en el que pueda desarrollarse con una sombra moderada, sin radiación solar directa, y que, en respuesta a su origen, requiere de una humedad prácticamente constante y un volumen de riego abundante.

Teniendo en cuenta este aspecto, el suelo ideal para el cultivo de grosulariáceas se caracteriza por ser profundos y contar con un buen drenaje, para evitar el riesgo de encharcamientos, por lo que se desarrollan mejor en suelos sueltos, arenosos o parcialmente arcillosos.

En cuanto a sus necesidades de sanidad vegetal, en el cultivo de las diferentes variedades de grosella es conveniente prestar atención a aquellas plagas que infectan la planta en estado larvario y que proliferan con la llegada del buen tiempo primaveral, como el Perforador, y a aquellas variedades de oruga que se sienten atraídos por su sabor ligeramente ácido, como las orugas.

Del mismo modo, las características de su entorno y sus necesidades de humedad y riego, con una temperatura ambiental no excesivamente elevada, conllevan un mayor riesgo de enfermedades fúngicas, provocadas por hongos, como el oídio o la antracnosis.

 

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