Aunque se suele asociar a plantas ornamentales, la familia de las rosáceas es básica en nuestra alimentación. Por eso es esencial garantizar su protección.

A la hora de analizar las diferentes familias de cultivos a partir de las cuales se originan mucho de los alimentos que comemos cada día, es preciso aclarar que algunas de ellas suelen relacionarse, de forma casi exclusiva y en cierto modo reduccionista, con especies vegetales con un marcado carácter ornamental.

Así, una vez que hemos repasado en anteriores publicaciones de este blog diferentes familias de cultivos con una amplia representatividad en nuestra agricultura, como es el caso de las solanáceas, las apiáceas, las quenopodiáceas, las leguminosas, las asteráceas o las gramíneas, por citar algunos ejemplos, hoy queremos detenernos en aquellos cultivos que pertenecen a la familia de las rosáceas.

Aunque pueda resultar, a primera vista, sorprendente, dado el protagonismo que tienen en esta familia vegetal muchas de las plantas con flores presentes en nuestros parques y jardines, dentro de los cultivos de rosáceas se encuentran alimentos tan conocidos y representativos en nuestros hábitos nutricionales diarios como la manzana, la pera, la cereza, la ciruela, el níspero, la fresa, la frambuesa o el melocotón.

Como se puede intuir de este repaso, una gran parte de los cultivos de la familia de las rosáceas forman parte de lo que se conoce coloquialmente como árboles o arbustos frutales, y son el resultado de la transformación de sus flores en frutos con un característico sabor y calidad.

En líneas generales, esta familia de cultivos se caracteriza también por encontrar su hábitat ideal en entornos con una considerable amplitud térmica, además de requerir de suelos con una elevada riqueza de nutrientes.

En cuanto a sus necesidades de protección en términos de sanidad vegetal, aunque la familia de las rosáceas está formada por una amplísima diversidad de cultivos, sí que se pueden encontrar amenazas agrícolas, en forma de plagas, con una mayor propensión a afectar a estas cosechas, como son los pulgones, en sus diferentes variedades, la psila, la carpocapsa, el piojo de San José, la araña roja, el gusano cabezudo o la mosca de la fruta, que proliferan con mayor virulencia a medida que se incrementa la temperatura ambiental.

Del mismo modo, es preciso prestar atención a la posible presencia de enfermedades fúngicas, producidas por hongos, como el oídio o la mancha negra, sobre todo si se percibe que estos cultivos están expuestos a un exceso de humedad.

Si bien lo ideal es tomar las medidas preventivas necesarias para evitar la aparición de estas amenazas agrícolas, igualmente importante es proceder a un control y supervisión exhaustiva de estos cultivos durante su desarrollo, para detectar cualquier anomalía y actuar lo antes posible, reduciendo así su efecto dañino sobre la cosecha.

 

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